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Anoche canté y bailé y grité y salté. Con mis amigos y con todos mis ex. Fue en el concierto de La Casa Azul. Madrid. Un concierto que solo puedo calificar como el mejor al que he ido en mi vida. Dos horas de música de la buena con un tipo en el escenario que sudó cada una de las canciones del mismo modo que lo hicimos los que estábamos en la pista.
Porque los chicos saltamos a la pista y viajamos por la Polinesia Meridional merendando galletas como fans realmente enamorados. No sé exactamente cuándo empecé a superar descalabros sentimentales a golpe de canción de La Casa Azul, pero lo que sí sé es que anoche mientras los escalofríos me gallineaban la piel, reviví por segundos la presencia de aquellos que una vez estuvieron y luego dejaron de hacerlo porque se marcharon o porque lo hice yo.
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Guille Milkyway se lo trabajó y mucho en una sala repleta de gente. Repleta de despechados, de solitarios, de pechos quebrados y de pechos felices (ellos también tenían derecho). Y la industria de la música estará en crisis, que yo no lo dudo, pero allí no hubo crisis por ninguna parte. Lo único que había era un artista que ya traía al público metido en el bolsillo desde mucho antes de que se anunciara la gira y que consiguió que nadie se saliera de él.
Me supo a poco. Quise más. Quiero más. Por fortuna, me quedan sus discos. Y por supuesto, los amigos con los que estuve, que me ayudarán a que esa noche jamás se traspapele. Gracias Jorge, Romain y Eider, por todos los gritos y los sudores conjuntos.
Y como Peter a veces yo me siento atrapado entre la luna y la ciudad
Quiero que todos me adoren aunque diga que todo me da igual
Yo sé que nunca fue verdad
Y mientras tanto me odio como un niño mimado odia su fragilidad
Sólo querría esconderme y escapar de este infierno cerebral
Yo sólo quiero descansar
Peter, Terry y Yo (La Polinesia Meridional).