He coincidido en el mismo vagón de metro con una escritora famosa. De esas que, se supone, viven de la literatura. Pero solo se supone.
Cara hinchada, imagino que por el sueño. Pelos tiesos que se resisten a la tiranía de un moño. Mirada perdida hacia el infinito de un cartel con las estaciones de la línea 1, que ha traído de vuelta desde su asiento para fijarse en la cubierta del libro que yo fingía leer mientras la espiaba parapetado en mis gafas de sol. ‘Extinciones‘ de Alfonso Fernández Burgos. Después me ha mirado de arriba a abajo sin cambiar la expresión de la cara. Un par de segundos y viaje al infinito otra vez.
Nos hemos bajado en la misma estación. Ella unos pasos por delante. Y al llegar a una intersección de pasillos se ha perdido leyendo carteles. Es difícil orientarse, saber hacia donde ir, cuando tus ojos solo ven el infinito. Ni izquierda, ni derecha. Solo infinito.
Dudé si cogerla del brazo y llevarla, sin perro lazarillo ni bastón, hasta la salida más cercana. Pero solo seguí mi camino, con pasos secos, Alfonso en la mano y Zahara en las orejas. Y la dejé atrás.